La
aventura canicular
El verano acababa de empezar ese
día me levantaba nervioso, sabía lo que me esperaba , las clases habían terminado y el calor apretaba, creo que tenía entonces
12 años y por la noche empezaría mi aventura, me iba al pueblo de mi abuelo,
una aldea encantadora, perdida entre las montañas de Asturias, allí estaba la
casa de mi querido y adorable abuelo, donde había pitas que ponían los huevos
escondidos por el prado, donde se hacía el pan en casa y no había que ir a
comprarlo y la leche tampoco, se subía de la cuadra donde ordeñaban a las vacas
y también donde había que ir en los momentos de apuro, todo muy natural, se
cogían las berzas del huerto y con ellas se hacía el pote con morcilla y tocino
que me pringaba la nariz y se comía mostura que era un pan al que yo saboreaba
su color amarillo ya que nunca había visto una cosa igual, mis tíos trabajaban
la tierra, se recogía la hierba que se metía luego en el pajar para que en
invierno los animales comieran, esto para mí era una película que todos los
años en el verano tenía la ocasión de vivir desde dentro y descubrir aquello
que en la ciudad donde vivía el
resto del año, se desconocía y sin
tener otras aventuras que las de la calle y el colegio.
Lo
tengo muy grabado iba con mi madre y mi hermana de 3 años, mi padre nos
acompañaba a la estación del Norte, él se quedaría en Madrid trabajando, el
tren salía a las 10 de la noche, cuando llegábamos al andén lo primero que yo
hacía era buscar la máquina de vapor para contemplar su aparatosidad y
escuchar ese ruido
ensordecedor de pitido de olla exprés a punto de quemarse la comida, el
fogonero echaba carbón como un poseso y el maquinista se ponía el mono y se preparaba
para el largo viaje, subíamos al vagón de asientos de madera que eran los de
solera, los de tercera clase, allí
viajábamos los del pueblo llano, con las maletas, la tortilla de patatas, los
bocadillos de filetes empanados y la bota de vino, iban a ser 10 horas a
compartir con 6 u ocho personas con algún que otro niño y alguno de pecho, un
viaje muy entretenido y emocionante, donde comías lo tuyo y lo de los demás,
dormías cuando podías, se te metía la carbonilla en los ojos de vez en cuando y
aguantabas los ronquidos de la gente a la que en principio no conocías de nada
y al final ya parecían de la familia pues las historias no dejaban de fluir por
lo menos hasta Medina del Campo un importante nudo ferroviario de aquellos
tiempos, llegábamos sobre las cuatro de la mañana, allí el tren paraba un rato,
hasta que el Jefe de Estación tocaba el silbato y te despertaba, ya no dormías
hasta llegar a Oviedo a la ocho de la mañana.
Bueno
pues la primera etapa había pasado, desde allí cogíamos un autobús con transportín en la parte superior,
al aire libre, ahí es donde me gustaba a mi ir con las maletas, para
contemplarlo todo, aunque como no te agarraras bien a la barandilla podías
salir despedido sin saber muy bien donde podías caer, empezábamos a adentrarnos por esos frondosos parajes
asturianos que huelen a campo mojado, saben a sidra y suenan a gaita y bordón y
cuando los miramos, admiramos sus grandes praderas con verdes luminosos y vacas
paciendo, casitas con sus pajares y paneras, ríos trucheros de aguas
transparentes, árboles cargados de manzanas, castañeros, avellanos y nogales y
paisanos labriegos que no dejaban de mirarte sobre todo a mí que desde la parte
de arriba les saludaba agitando la mano con una euforia que parecía un campeón
de fondo entrando en la meta.
Vaya
si ya hemos llegado a La Herrería, así se llamaba la fonda donde teníamos que
pasar la noche para que al día siguiente pudiéramos llegar a la aldea donde
estaba la casa de mi abuelo. El nombre de la fonda tenía su razón de ser pues era
donde vivía el herrero de aquel pueblo, un hombre entrañable que le gustaba
hacer el son con el martillo y el yunque y a mi aquello me encantaba porque lo
de la música se ve que la llevaba dentro aunque luego tardaría mucho en
despertar.
Siete
de la mañana, venga niño que ya están aquí el abuelo y el tío con las
caballerías y todavía nos queda un buen trecho hasta que lleguemos, era mi
madre, pues yo la verdad me había quedado plenamente dormido porque aquello más
que una aventura era el viaje interminable.
La
etapa final acababa de empezar mi madre se subió a un caballo con mi hermana,
mi tío y mi abuelo iban en otro con las maletas y a mi me subieron en un burro
que ya de entrada no le debí de caer bien pues me dio un revolcón que me dejó
medio atontado, mi abuelo para animarme me dijo que eso no era nada que yo era
un hombre, aunque yo dije para mi, si un hombre acojonao.
La
comitiva siguió su curso y las caballerías emprendieron la marcha yo al
principio me había tranquilizado pues aquello parecía que marchaba aunque
empecé a preocuparme porque a veces en las revueltas de la montañas yo perdía
de vista al caballo donde iba mi madre y a los otros, de modo que yo me quedaba
sólo entre aquellas montañas cada vez más empinadas y sinuosas hasta que de pronto
empecé a ver sombras sospechosas y a oir alaridos extraños que a mi me parecían
como venidos de otro mundo lo que me ponía bastante nervioso porque miraba para
atrás y no veía a los demás y cuando miraba para delante a veces se cruzaban
perros que a mi me parecían los lobos que mi abuelo decía que a veces bajaban a
la aldea a comerse las ovejas y a todo esto el dichoso burro cada vez se
acercaba más al borde del precipicio, en vez de ir por el lado de la montaña,
empecé a pensar que más que un burro era un pollino porque hay que ser torpe
para ir por donde más riesgo había, yo ya no sabía donde ponerme a veces
pensaba en bajarme en marcha pero
la verdad que no me atrevía porque podía salir rodando precipicio abajo, me
acordé de rezar por si me ayudaba algo, pero tampoco, a todo esto el maldito
burro dio un traspié y la albarda se fue para un lado, me quedé con los pies
colgando por la parte del precipicio, me agarré como pude, hice un esfuerzo,
subí una pierna y por fin conseguí
mantener el equilibrio, aquellos fueron unos momentos de verdadero pánico, juré
que si salía de ésta ya no volvería más a montar en burro, no sabía a quien
pedir ayuda pues el rocinante seguía empeñado en ir por el borde y yo por mucho
que tiraba del ronzal, el asno ni caso así que opté por asumir la situación y
decir aquello que en los momentos imposibles dicen hasta los ateos “que sea lo que Dios quiera” y así fue
porque al poco tiempo y tras pasar unas revueltas divisé la casa de mi abuelo y
parece que el burro también ya que por fin se salió del borde del camino,
emprendió un trote gorrinero y se plantó en un santiamén en la puerta de la casa, respiré
profundamente. Ya habíamos llegado.
Chema Menéndez